
En la Antigua Grecia convivían dos tendencias diferenciadas pero complementarias sobre la vida humana. La primera de ellas, a la que el filósofo alemán Friedrich Nietzsche se refirió como apolínea en El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música, se centraba en la lógica, el orden y la proporción estilizada de las cosas. Era el culto a Apolo. La segunda, llamada dionisíaca, se fundamentaba en el caos, la orgía, la música fogosa que envolvía una danza de locura y desmadre. Era el culto a Dioniso. Ambas concepciones eran necesarias para la vida equilibrada y se practicaban sin excluirse. Sin embargo, la cultura posterior comenzó a considerar que el cuerpo era la parte impura del hombre y que sólo el alma, puro intelecto, debía ser ensalzada. El placer, imprescindible para el bienestar del organismo, era condenado al ostracismo y sólo se le permitía el retorno si era para llegar de la mano de la razón y la mente. Las ideas órfico-pitagóricas y platónicas, que consideraban el cuerpo una cárcel para el alma, fueron absorbidas directamente por el posterior cristianismo. De ahí, hasta nuestros días.
La sexualidad, aspecto tan intrínseco al ser humano y a la naturaleza en general, cobraba el cariz de la aberración. La bacanal es un acto proscrito, sucio, repugnante, propio de gentes degeneradas de las que no puede extraerse beneficio alguno para la prosperidad de la especie humana. El que no sigue la senda recta, se descarrila.
Con estos pensamientos nos dirigimos al vagón del metro y allí lo encontramos a él. Brandon Sullivan es el hombre perfecto, el trabajador eficaz. Es educado, elegante, lacónico, de ideas claras, inteligente. En un ambiente burdo y vulgar, él se manifiesta enhiesto y diligente. No obstante, Brandon participa de una soez dicotomía: toda esa actitud que la sociedad catalogaría con aplausos como rectitud se transforma en una ruin obsesión por lo carnal, lo sexual. Brandon Sullivan ha cedido su cuerpo a la satisfacción de necesidades fisiológicas alejadas de toda razón. Es un individuo sentimental que se ha obcecado en enterrar la emoción para componerse como un espécimen que busca la cópula como sustento de su vida. Su coito, incluso involucrando dos personas, es una actividad individual. De lo contrario, carece de sentido, excitación e interés.

Dicen que la deliciosa sucesión de todo tipo de planos sempiternos y travellings con que McQueen deslumbra nos refuerza la caída de un hombre hacia los infiernos. Shame, más bien, es el discurrir de un hombre por el averno que siempre ha transitado: un tránsito que, al hacerse evidente, al mirarlo a los ojos desde el vagón de un tren subterráneo, desde la barra de un bar o desde un luminoso apartamento con vistas al mar, enseña las quemaduras de una piel que arde. El deseo y la necesidad se convierten en dolor. Cohibido, con ropa de deporte, el actor corre, huye, intenta escapar. Unas veces avanza; otras, retrocede; pero, relativamente, siempre se mantiene estático en el centro de una pantalla de la que no puede escabullirse. El plano-secuencia que tan bien maneja Steve McQueen lo mantiene atrapado en un escenario en forma de ciudad, en forma de New York, New York, que, pese a cambiar, permanece inmutable.
Por eso, cuando Brandon pierde todo control de sí mismo, cuando su cuerpo camina autómata por un dédalo de sexo desmedido en busca de la química que le provoque la complacencia de su sed carnal, cuando parece caer en las redes báquicas del dios Dioniso, nos damos cuenta de su rostro contraído, de su mohín desencajado, de su llanto y su sufrimiento, y comprendemos que, en mitad de ese aparente culto dionisíaco, se encuentra un hombre de una moral puramente apolínea. Así, mientras el órgano sexual se insufla de sangre y el material eréctil estira la piel que lo circunda, Brandon se ve ante Apolo. Y, con dolor, se avergüenza.
NOTA: Este artículo fue publicado originariamente en MDM Backstage.
NOTA: Este artículo fue publicado originariamente en MDM Backstage.